El tulipán
me encerraba cual presa de mí misma. Sentía el vaivén de la corriente del río y
ningún por qué vigente a mi caída. No me lo explico. Yo era feliz, o eso creía.
Me gustaba el tacto de su barba sobre mi mejilla, su acento británico y la profundidad
del color de sus ojos. Siempre pensé que tales momentos en la ciudad serían el
culmen gráfico de mi bienestar anímico. No obstante, ahí estaba, sin destino
aparente y presa en el azul de los pétalos.
Mi
concepción de espacio tiempo había sido devorada por el moho soluble de las
aguas, pero no mi percepción. El capullo ya no se tambaleaba. Me atreví a
atravesar con el brazo mi prisión o refugio, como queráis verlo , y no me
sorprendí al tocar tierra. Flashes iban y venían en mi cabeza. Me sentí etílica en el puerto como la primera vez, y creí
entablar aquellas conversaciones de música contigo, como si el tiempo se
detuviera. La imagen de mi padre también formaba parte de la película. Sin
embargo, aquello no era ni puerto, ni hogar.
El olor a
pan recién horneado, la poesía misma hecha lengua. Francia, París, Montmartre.
Y ahí estabas tú, como individuo indiferente presa del colectivo, pero como
elemento destacable adherido a mi niñez.
Caminé hacia
el banco. Te veías ausente. Yo, en cambio, minoría absoluta frente a la
grandeza del Sacré Coeur.
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Nunca
supe si realmente tocabas la guitarra.
Me miraste
con sorpresa y acto seguido, nos degradamos en el azul bajo la música de un
vulgar acordeón.